di Artemi Rallo Lombarte
La pandemia del Covid-19 ha provocado un estado de emergencia mundial inédito en la historia de la humanidad. No de otra forma cabe evaluar el impacto de una crisis sanitaria – no más severa que otras epidemias globales conocidas en el pasado reciente o remoto – que ha arrastrado a la humanidad en su conjunto a tomar decisiones inauditas, sin parangón y anteriormente inimaginables.
El confinamiento domiciliario simultáneo de la mitad de la población mundial es una realidad y no una ficción propia del más tremendista guion cinematográfico. Nunca en tiempos de paz la humanidad se había visto compelida a restringir su libertad de movimientos hasta el punto de recluirse en sus domicilios semana tras semanas sin apenas relaciones humanas adicionales a las del núcleo familiar más estricto.
Miles de millones de seres humanos ven su salud amenazada simultáneamente hasta ponerse en riesgo su propia vida. La sobrepoblación mundial y la globalización de las relaciones humanas han convertido una crisis sanitaria o epidemia nacional, aparentemente focalizada territorialmente en una provincia china, en una pandemia que deja a todos los rincones del planeta expuestos al contagio y a una enfermedad de alcance mortal.
Frente a un riesgo global, a falta de una gobernanza internacional efectiva en el ámbito sanitario (la OMS ha mostrado sus claras limitaciones), la respuesta ha sido nacional lo que constituye una manifestación de vulnerabilidad de ciudadanos subordinados a la toma de decisiones de gobernantes inermes, en conocimiento y medios de respuesta, frente a los riegos que les acechan. Ni siquiera las regiones del planeta con una estructura supraestatal de gobierno compartida (Europa es el caso más evidente) han sido capaces de compartir una estrategia de respuesta regional contra la pandemia.
Las más inmediatas medidas vinculadas al confinamiento local y nacional han supuesto la paralización casi total de la movilidad humana y, en concreto, de todos los medios de transporte que la hacen posible, así como un cierre de fronteras nacionales casi generalizado. La paralización de buena parte del sistema económico ha acompañado inevitablemente el confinamiento casi generalizado. La inmediata destrucción de buena parte del tejido productivo y el desempleo masivo de trabajadores augura un debilitamiento de la economía mundial que implicará una indudable pérdida de calidad de vida y de oportunidades humanas y sociales para el futuro.
Este breve relato, descripción de una realidad inconcebible apenas dos meses atrás, terrorífico a fuerza de realista, ha tenido, como un auténtico tsunami, un impacto extraordinario en todas las facetas vinculadas a la realidad humana y social. Pero, al mismo tiempo, plantea algunos interrogantes mayúsculos que se suscitaron en el minuto uno de la batalla contra la pandemia y que no podemos dejar de enunciar para advertir sobre los riesgos y amenazas que acechan la era del postcovid-19.
No existe una gobernanza global para dar respuesta a una crisis sanitaria mundial y a sus consecuencias anexas. En el plano estrictamente sanitario, el sistema de Naciones Unidas, con la OMS como organismo nuclear, ha evidenciado una insufrible debilidad para combatir una pandemia de alcance planetario que ha sido abordada desde un enfoque puramente nacional ignorando las implicaciones en la movilidad transnacional de la globalización que desaconsejan decisiones estatales frente a estrategias públicas globales. Sin matices, ha resultado patética la visión de líderes nacionales que, en el mejor de los casos, abordaban estrategias nacionales aisladas siguiendo las recomendaciones técnico-sanitarias pero, también, en el extremo opuesto, adoptando decisiones ocurrentes o negacionistas que han tenido que revertir al galope a medida que la pandemia engullía a sus respectivos países. El ámbito regional tampoco ha sido capaz de afrontar estrategias comunes para luchar contra la pandemia: ni la Unión Europea ni ninguna de las organizaciones internacionales de carácter regional existentes en otros continentes han ofrecido un espacio efectivo para combatir una crisis de naturaleza sanitaria. Esta indeseable desestructuración de los niveles decisionales no solo resulta contraproducente en la adopción de medidas profilácticas si no que también se ha evidenciado en el desescalamiento hacia la “nueva normalidad” dentro de áreas regionales o, incluso, en países concretos (USA).
La incertidumbre sobre la capacidad para adoptar decisiones económicas a nivel global o regional que den respuesta a la inconmensurable crisis económica que sucederá a la pandemia sanitaria va pareja a la ausencia de una gobernanza sanitaria. La dimensión global de esta crisis económica, su impacto generalizado y su origen en un fenómeno incontrolable de salud pública la hacen muy diferente a anteriores experiencias (como la recesión de 2008) e impide que los prejuicios nacionales puedan imponerse al mínimo sentido de la justicia y solidaridad, cuando no de necesidad, para la supervivencia de la Unión Europea como modelo de integración política complementada con una integración económica de alcance fiscal y no solo comercial. La pronta respuesta de las instituciones europeas, aunque tímida y lastrada por la mezquindad de algunos países (particularmente, Holanda) y su intuible suficiencia ponen de relieve un nuevo enfoque en la gestión europea de las crisis económicas y aporta esperanza de futuro: 750.000 millones de Euros aportados por el Banco Central Europeo para facilitar el crédito y la financiación; la suspensión de los principios comunitarios dirigidos a preservar la estabilidad presupuestaria frente a urgencias económicas; la movilización inicial de 500.000 millones para atender las necesidades económico-sociales derivadas del colapso económico; y el compromiso de un Plan multimillonario de reactivación económica constituyen un buen presagio ante los oscuros nubarrones que se cernieron en el principio de la pandemia. Esta crisis empobrecerá las clases trabajadoras y debilitará las clases medias que aún no se habían recuperado de la crisis de 2008.
El sistema de derechos y libertades propio del constitucionalismo avanzado ha sido puesto en jaque en numerosos frentes como, de entrada, en los derechos sociales: el derecho a la salud no ha tenido la respuesta debida por cuanto, siendo imprevisible el inmenso impacto de la pandemia, los sistemas sanitarios públicos han evidenciado una debilidad que merecerá reforzamiento jurídico e, incluso, constitucional. Otro tanto ocurrirá con el derecho al trabajo y las prestaciones sociales necesarias en situación de vulnerabilidad económica en contextos de crisis económicas de alcance global como las que nos amenazan.
La pandemia y el confinamiento obligado ha supuesto una limitación en el ejercicio de los derechos fundamentales vinculados a la libertad individual sin parangón en la historia. En particular, las libertades de circulación y residencia o de entrada y salida del territorio nacional o la libre circulación de personas en el espacio europeo o el derrumbe de fronteras de Schengen se han visto limitadas, restringidas o suspendidas de un plumazo. Llama la atención de forma impactante cómo la sociedad ha asumido de forma bien disciplinada una restricción de la libertad deambulatoria cuyos efectos podrían resultar en un principio imprevisibles. La amenaza del mal mayor o el estado de necesidad ante una amenaza real contra la salud y la vida han posibilitado un acatamiento disciplinado de este generalizado confinamiento. Baste decir que, más allá de la restricción de esta libertad de circulación, los restantes derechos y libertades fundamentales no han sufrido más condicionante para su ejercicio que el que derivara del estado de emergencia sanitaria y de las medidas de distanciamiento personal e higiene colectiva que inevitablemente lo acompañaban.
Buena parte de los Estados han recurrido a sus sistemas de emergencia nacional para responder de la forma más eficaz posible a la pandemia sanitaria y a sus circunstancias y consecuencias conexas. Los diferentes modelos jurídico-constitucionales de emergencia nacional han funcionado sin sobresaltos ni excesos (excepto el deplorable ejemplo de Hungría). El empoderamiento reforzado de los Ejecutivos les ha permitido ejercer facultades y adoptar decisiones muy próximas a las que serían propias y se adoptarían en una auténtica situación de guerra: reformulación económico-presupuestaria; requisa necesaria de bienes privados; imposición de estrategias industriales para posibilitar el abastecimiento de productos necesarios o de primera necesidad; etc.
Las instituciones democráticas han funcionado y mantenido su continuidad a pensar de limitaciones presenciales bien chocantes en algunas de ellas. Parlamentos despoblados, debates a distancia o ruedas de prensa periodísticas sin la presencia de profesionales de la información no han impedido el pleno funcionamiento de las instituciones democráticas si bien restringido y centrado sobre la crisis actual. Los líderes políticos nacionales han mostrado una encomiable capacidad de consenso en el grado de responsabilidad necesario para dar respuesta a la crisis sanitaria y política. Sin embargo, en los países en los que los fenómenos políticos ultraderechistas han proliferado y se han extendido en los últimos años, el consenso político no ha sido pleno y se ha buscado la crítica despiadada a los Gobiernos para erosionar la propia credibilidad y legitimidad de las instituciones democráticas.
El derecho a la información ha adquirido una dimensión exponencialmente extraordinaria ante la limitación de movimientos vinculada al confinamiento tanto cuando se ejerce a través de medios de comunicación como cuando se utiliza la indispensable herramienta de comunicación que en esta crisis ha representado Internet. Sin embargo, el fenómeno de las las fake news ha adquirido una dimensión significativamente preocupante por cuanto, en un contexto propicio dada la limitación de cauces de comunicación, se evidencia la existencia de auténticas campañas de desinformación que ya no solo persiguen afectar procesos electorales nacionales si no que buscan desestabilizar a la sociedad en un momento crítico de su existencia. La impunidad de quienes promueven la desinformación social a través de fake news merece una ineludible reflexión e iniciativas futuras de los poderes públicos para garantizar la formación de una opinión pública auténticamente libre como columna vertebral de una sociedad democrática.
Los retos que deberá afrontar la sociedad de la era poscovid-19 son múltiples, enormes y diversos aunque algunos ya resulten evidentes, otros sean meramente intuibles y muchos más emerjan de entre las cenizas de la catástrofe económico-sanitaria.
El riesgo de crisis política y de desestabilización político-constitucional está ahí. Las fuerzas políticas de extrema derecha, hostiles a la democracia constitucional, lejos de agazaparse esperando su oportunidad, han enarbolado su bandera contra el orden constitucional establecido y pretenden rentabilizar la desesperanza y el desencanto que acompañará a la crisis económica y al cambio que se avecina de prioridades socio-políticas.
Una pandemia global como la que vivimos y sus desastrosos efectos debería confrontarnos con otros peligros planetarios de nuestro tiempo que seguimos percibiendo como ajenos y lejanos: muy especialmente, el cambio climático. Igual que nadie imaginó nunca que una pandemia global pudiera poner en jaque y en peligro la salud y vida de buena parte de la humanidad, por mucho que sean potentes los altavoces que advierten de los riesgos anexos al calentamiento global, tampoco parece que los líderes mundiales y la sociedad en su conjunto vayan a tomarse suficientemente en serio esta amenaza hasta que “nos llegue el agua al cuello”. La rebelión de la naturaleza frente al factor humano resulta evidente. Queda por ver si el individuo revertirá sus valores y prioridades para evitar el desastre colectivo encontrando el equilibrio entre el hombre y la naturaleza.
El confinamiento colectivo ha mostrado aún más, si resultaba necesario, la potencialidad extraordinaria de la tecnología y la digitalización en nuestra existencia. Apenas dos meses de “plena vida digital” han permitido comprobar que la mayor parte de nuestra existencia laboral, social, cultural, educativa, ocio, etc., puede desarrollarse sin traumas especiales a través de la digitalización y el uso de las tecnologías de la comunicación. Lo que nos abre a nuevas potencialidades como el teletrabajo, la conciliación de la vida familiar con el ámbito laboral y, en definitiva, el desarrollo de la vida laboral, la actividad educativa, el modelo cultural y de ocio, la asistencia sanitaria, etc.
La tecnología ha demostrado su extraordinaria utilidad en los momentos de mayor necesidad en el confinamiento domiciliario pero, al mismo tiempo, ha dejado entrever algunos riesgos que acompañarían su futura generalización: la increíble utilidad de la geolocalización humana a través de dispositivos móviles para combatir una pandemia podría banalizar los peligros de su extensión a cualquier otro ámbito sin la debida necesidad ni el cumplimiento de garantías específicas para la protección de la privacidad humana; la inteligencia artificial también ofrece grandes utilidades que pueden generar conflictos éticos y de valores; la obligada identificación del individuo en la prestación de servicios públicos (transporte, etc.) constituye un ejemplo más de intromisión en la privacidad por una causa legítima inicial (combatir y prevenir los efectos de la pandemia) que resultaría muy cuestionable si se consolidara como una práctica habitual.
Tran la pandemia controlada, la crisis económica y social resultará inevitable. Los principios de justicia y solidaridad serán puestos en tensión. Las instituciones democráticas sufrirán una enorme presión. El sistema europeo de derechos y libertades sufrirá a sus enemigos. Demagogos, populistas, nacionalistas, xenófobos, intolerantes y totalitarios dispondrán de más leña que echar al fuego destructor de la convivencia y de la paz social que sirve como fundamento al orden constitucional. Solo desde el optimismo antropológico y las más firmes convicciones democráticas, amparadas en la preeminencia de los valores y derechos humanos, el individuo y la sociedad superará estas dificultades para pisar nuevamente alamedas de libertad garantizadas por el orden constitucional garante secular del poder democrático y de la libertad individual.